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Mensonge romantique revisited

Mensonge romantique revisited: la vigencia actual de algunos conceptos de René Girard para la literatura*

Ilse Logie

Universiteit Gent

En su primer gran estudio literario de 1961, Mensonge romantique et vérité romanesque, el filósofo francés René Girard (1923-2004) ha aportado la noción fecunda del ‘deseo mimético’. Desarrolla en este estudio una hipótesis temeraria y ambiciosa, según la cual cabe asignar a las obras maestras de la literatura una estructura dinámica del deseo que, a pesar de trascender las convenciones literarias y retóricas propias, no opera a contrapelo de los libros examinados. Estudiando obras de la envergadura del Quijote, de Madame Bovary, de A la recherche du temps perdu, Girard elabora una verdadera teoría del deseo de extraordinario valor, puesto que permite explicar la aparición de gran número de fenómenos psicopatológicos y su explotación bajo la forma de temas literarios. Al inscribirse tales fenómenos así en la trayectoria del deseo mimético, ya no aparecen como entidades aisladas de difícil comprensión.

En su afán de explicar el double bind o ‘doble vínculo’ (Bateson, 1973; Girard, 1978), el sentimiento desgarrador formado por la unión de dos contrarios (atracción y repulsión), el filósofo francés postula que la estructura del deseo humano no es binaria sino triangular. Contrariamente a las suposiciones que parten del deseo autónomo, Girard rechaza la espontaneidad del deseo, el deseo ’según uno mismo’. La representación de la estructura lineal que iría del sujeto al objeto, le parece una construcción psicológica, una autointoxicación procedente del romanticismo. Para comprender su verdadero origen y funcionamiento, hay que considerar por tanto la presencia de tres componentes fundamentales: el sujeto que desea, el objeto deseado y un tercer elemento que se interpone entre ambos, el mediador o modelo. De acuerdo con esta lógica, el deseo no depende en primer lugar de los atributos del objeto deseado ni tampoco corresponde a los sentimientos espontáneos del sujeto hacia el objeto: el sujeto de Girard intenta apropiarse de un objeto que a su vez es codiciado por el mediador.  Entre el sujeto y el objeto de la relación viene a interponerse, pues, un tercer término, que enseña el camino al sujeto y que, al hacerlo, ejerce en él una fuerte fascinación hasta el punto de convertirse él mismo simultáneamente en modelo y obstáculo. Es este modelo quien inspira el deseo, quien designa un objeto relativamente arbitrario como deseable deseándolo él mismo.

Siempre según la tesis de Girard, a partir de la modernidad, la imitación se aplica a unos modelos relativamente cercanos. Los fenómenos asociados al deseo mimético tienden a tomar un carácter colectivo conforme disminuye la distancia social entre mediador y sujeto deseante. El comportamiento colectivo intensifica su protagonismo y llega incluso a predominar sobre las manifestaciones individuales a partir de la época en que la mediación interna se sustituye a la externa. Girard refiere aquí al tránsito de las estructuras tradicionales y feudales a una sociedad en vías de democratización (tal como tiene lugar en los universos novelísticos de Roberto Arlt, como veremos a continuación). Una vez cuestionados los privilegios de la aristocracia, los ciudadanos de a pie tropiezan con una indeterminación creciente y, por consiguiente, con la generalización del criterio comparativo. Se pasa gradualmente de un universo jerarquizado cerrado, de fuerte cohesión interna sancionada por un sistema de rituales, a una sociedad secularizada tributaria de las ideas modernas de igualdad, que ha abierto las perspectivas de una humanidad capaz de operar sobre su propia historia. Esta nueva situación histórica y social tiene hondas repercusiones en el ejercicio del poder. El que detiene hoy en día un poder coercitivo es el mismo que logra intervenir activamente en la confección y difusión de modelos de comportamiento; es el que moviliza determinadas fuerzas miméticas  (Gebauer & Wulf, 1995:3). Las sociedades (pos)modernas necesitan a la vez la difusión – ampliar el mercado y el consumo de los bienes para acentuar la tasa de ganancia – y la distinción – que recrea los signos que diferencian a los sectores homogénicos para contrarrestar los efectos masificadores que la divulgación implica. A esas alturas, para apoderarse del objeto, hay que disimular el deseo, ya que en la mediación interna y en la recíproca, la sinceridad equivale a debilidad.

La circularidad del deseo mimético lleva al descentramiento del individuo, que acaba por buscar la esencia divina en lo que niega radicalmente su propia existencia, es decir, en la muerte y en las tendencias suicidas. La única escapatoria capaz de romper este círculo vicioso es, en opinión de Girard el gesto de humildad o de tenderle al otro la mano, de reconocer la propia vulnerabilidad, gesto juzgado subversivo en un mundo desorbitado por la soberbia. En los finales de las grandes obras literarias se produce el milagro ‘novelesco’ del héroe que se reconoce en el rival absolutamente aborrecido y que decide oponerse radicalmente a la vida hecha de quimeras. El único camino de ’salvación’ para una humanidad intoxicada de ficción ‘romántica’ consiste, al modo de ver de Girard, en negarse a aceptar el sacrificio del héroe, negarse a seguir transformando la vida en mala literatura.

No cabe la menor duda de la extraordinaria utilidad del concepto de ‘deseo mimético’ para el estudio literario. Muchos han sido y siguen siendo los críticos que lo han aprovechado a la hora de aclarar las estructuras de relación que configuran el trato humano tal como se plasma en la literatura: constituye por tanto la base de numerosos análisis del deseo psicológico en cuanto espíritu de imitación de los personajes tal como se manifiesta en textos antiguos, modernos y contemporáneos (en la literatura hispánica: desde el Cid (Graf, 2000), pasando por el Quijote (Bandera, 1975), hasta novelas contemporáneas como por ejemplo en el artículo de Franco sobre Reo de nocturnidad del escritor peruano Bryce Echenique (2004)).

Partiendo de la evocación de escenas en la literatura argentina del sigo XX, me propongo examinar la vigencia actual (rendimiento, alcance y limitaciones) de semejante ‘topología del deseo humano’ a casi 50 años de la publicación de Mensonge romantique. A Girard le corresponde el mérito indiscutido de haber redefinido, ya en 1961, en términos paradójicos algunas dimensiones de la compleja pero central noción de ‘mímesis’ y de haber destacado su omnipresencia en la existencia humana. Estudios más recientes, como los de Jacques Derrida (1967), de Gianni Vattimo (1987), de Gebauer & Wulf (1995), de Melberg (1995), de Gomá Lanzón (2003) y un largo etcétera, han contribuido decisivamente al replanteamiento de esa noción, que desde siempre constituye el núcleo del arte y de todas las experiencias humanas. Mi tesis doctoral sobre la mímesis como preocupación constante en la novelística renovadora del autor argentino Manuel Puig (1932-1990) ha mostrado, sin embargo, la insuficiencia de algunas conclusiones esencialistas sacadas por Girard. Postularé, por tanto, que hay que ir más allá que el propio Girard en la aceptación del ‘tercer término’ mediador, del ‘doble vínculo’ y del carácter paradójico del principio mimético para que el ‘método Girard’ mantenga su eficacia para proyectos artísticos posmodernos. En la mayoría de las manifestaciones literarias de finales del siglo XX, principios del XIX, la forma restrictiva de enfocar la representación o ‘falacia mimética’ ha expirado y ha sido sustituida por una tímida rehabilitación de la capacidad subversiva inherente a esa característica universal, la mímesis.

El juguete rabioso (1926) del escritor argentino Roberto Arlt (1900-1942), una de las primeras novelas urbanas latinoamericanas modernas, demuestra la gran aplicabilidad del enfoque girardiano. Una deconstrucción de la psicología del protagonista revela el síndrome del mediador. Pese a que las metáforas centrales de la novela giran en torno a la obsesión dicotómica – metáforas de aniquilación o de creación – se perfila entre líneas un diagnóstico lúcido de las patologías que el deseo mimético produce cuando el sujeto se esfuerza por anular las contradicciones contenidas en el “doble vínculo”. La vanguardia a la que pertenecía Arlt formaba parte de la modernidad que aseguraba una función estructural a la innovación y a la experimentación. Con su consigna de lo radicalmente nuevo y con sus tácticas extremistas, el programa de la modernidad puede ser considerado un último avatar de la metafísica de la presencia. Gianni Vattimo (1985) explica que la ideología de la modernidad ha provocado un fenómeno de desgaste que desemboca en la cultura entendida como plagio. Siempre según Vattimo, el fin de la modernidad ha puesto en marcha una evolución saludable de unos imaginarios estados de equilibrio a una comprensión del desequilibrio, fase introducida en Argentina por Jorge Luis Borges y plenamente asumida por Manuel Puig.

Mensonge romantique también permite desarrollar una visión integradora sobre la obra de Jorge Luis Borges (1899-1986). El análisis de algunos de sus relatos (de El Aleph y El informe de Brodie), que presento a continuación, pone de manifiesto que la mímesis, en este autor precursor del posmodernismo, debe ser ya considerada un verdadero ‘modus operandi’, un modo de propulsión narrativa, que en varios casos permite la resolución simbólica de una contradicción insuperable: la que se da entre la aspiración del autor argentino a crear algo único y, por otra parte, la conciencia de reproducir lo ya existente. En muchas ocasiones la imitación, que trae consigo inevitables distorsiones y recontextualizaciones, resulta ser un atajo hacia el descubrimiento de las propias características. El anhelo de lo absoluto y la nostalgia de la totalización alternan con la obsesión circular de Borges, con su proclamación de la identidad universal de todas las cosas. El ‘modelo Girard’ sólo se aplica a medias a la estética de Borges, autor convencido de que la época de la ‘metafísica de la presencia’ estaba tocando a su fin. La solución ‘novelesca’ que es para Girard la única válida no siempre se cumple. Algunos personajes de Borges cobran conciencia de su mimetismo sin por ello rechazarlo: se saben incesantes vaivenes de préstamos que interpretan papeles fluidos y maleables. El autor parece indicar que importa encontrar la justa medida entre proteísmo atomizador e inmovilismo asfixiante.

La teoría de Girard ha constituido un importante instrumento de análisis del corpus de mi tesis doctoral, que se componía de cuatro novelas de Manuel Puig (Logie, 2001). Una primera lectura sistemática de esta obra se concentró en la función de la actividad imitativa que subvierte las nociones de autoría y de originalidad. A medida que empecé a fijarme en esta norma, percibí, en lecturas posteriores, que la mímesis migra constantemente hacia otras zonas (psicología de los personajes, de la colectividad, relaciones de fuerza en una sociedad poscolonial, poética del autor). El tema de la mímesis me fue, pues, sugerido por la obra misma. Puig manifiesta una aguda preferencia por los sistemas de destrucción y de autodestrucción de personajes, entidades y procedimientos formales, revelando el mimetismo agazapado en la ilusión de autonomía. Llegué a la conclusión de que el afán mimético, tomado en su sentido lato de principio que se manifiesta en cualquier tipo de relación humana (psicología, sociología, poética, epistemología) y que abarca las tres categorías modales de ‘querer’, ‘poder’ y ’saber’, es una preocupación fundamental del autor desde la publicación de su primera novela La traición de Rita Hayworth (1968) y se mantiene constante hasta la última, Cae la noche tropical (1988), no sin sufrir importantes cambios.

Ahora bien, el método analítico de Girard se queda corto cuando se trata de penetrar mejor en los paradigmas que rigen amplios sectores de la posmodernidad (visión integradora de la conjugación de opuestos), de la que la novelística Puig forma parte. Si bien se puede acudir a él para comprender que el camino más directo hacia el ‘tono personal’ y el ‘realismo poético’ pasa, paradójicamente, por el reconocimiento de la importancia de los modelos reproducidos ya que el triángulo del double bind se revela ser más eficaz que la línea recta entre sujeto y objeto, no permite interpretar cabalmente los finales de las obras de Puig, que postulan la reversibilidad de los procesos miméticos y que por lo tanto, no son propiamente ‘novelescos’ en términos girardianos.

Los límites de la aplicabilidad del ‘método Girard’ tienen que ver con una fundamental incongruencia en su pensamiento. Por un lado, ha llevado a cabo el admirable desmantelamiento de una de las ilusiones modernas, la romántica. Por otro, ha sustituido, sobre todo en sus estudios posteriores a Mensonge romantique, el metarrelato romántico por el premoderno del cristianismo, reinstaurando así la idea transcendente de la presencia absoluta, lo cual equivale más bien a una forma de hipostasiar la mímesis, incompatible con el espíritu de obras artísticas como la de Borges o la de Puig.

Otros rasgos, como el aspecto excesivamente sistemático de los principios que maneja, la fe inquebrantable que tiene en su propia causa, y el número importante de fenómenos y de campos científicos que pretende abarcar, refuerzan la impresión dogmática que emana de la filosofía girardiana, y son, generalmente los principales defectos que se achacan al proyecto de Girard (‘le système Girard’), aunque por otra parte estas mismas ‘debilidades’ otorgan coherencia a esta obra y le confieren un gran atractivo (prueba de ello: las aplicaciones).

Pero los colaboradores y críticos de Girard (Cesáreo Bandera (1975) para la literatura, Jean-Michel Oughourlian (1982) y Jean-Pierre Dupuy (1976, 1979, 1982, 1983) para la psicología, Paul Dumouchel (1985, 1995), Georges-Hubert de Radkowski (1980) y Hans Achterhuis (1988) para las demás disciplinas, concretamente la economía, la política y las ciencias exactas) de tendencia posmoderna condenan precisamente esa coherencia implacable y la juzgan reñida con los planteamientos girardianos de carácter paradójico. Se puede asociar a cierto Girard con el posmodernismo, parcialmente a causa de su entorno francés y en parte a causa del textualismo de su primera versión del deseo mimético. Pero, es difícil imaginar un teórico más opuesto al posmoderno que el Girard de algunos años después, que se define a sí mismo como científico que procura demostrar que la cultura y las instituciones se derivan de actos de violencia reales y específicos contra inocentes elegidos arbitrariamente. A partir de La violence et le sacré, las obras literarias serían repeticiones rituales de los hechos reales de producción de víctimas que la cultura oculta pero cuyas profundas huellas se pueden estudiar en sus escritos (con lo cual la literatura queda subordinada a la antropología). Al desarrollar y extender su poderosa hipótesis antropológica, Girard se ha convertido en un pensador religioso y mítico (léase, al respecto, el excelente capítulo que Gebauer & Wulf dedican al pensamiento de Girard, ‘The Mimesis of Violence’, 1995: 255-266) y en un adversario declarado de las preocupaciones posestructuralistas para quien la revelación cristiana, con su auténtica y divina víctima sacrificial, ofrece la única escapatoria a la violencia del deseo mimético.

En la primera parte de L’enfer des choses (1979); ‘le signe et l’envie’, el economista Jean-Pierre Dupuy ha ido más allá que Girard en la aceptación del ‘tercer término’ mediador, al desaprobar fundamentalmente la solución unívoca del cristianismo que Girard ha terminado por abrazar. Dupuy se niega a tomar refugio en la religión cristiana o en cualquier doctrina que, en virtud de la mítica transparencia que ésta se arroga por definición, destruye el fundamento paradójico que el mismo Girard ha revelado. Comparto la impresión de Dupuy de que el misticismo girardiano representa un nuevo avatar de la ilusión mítica. Girard parece haber caído en una trampa, la de dejarse seducir por un método de análisis que, al fin y al cabo, continúa siendo tributario de un dualismo antigirardiano.

Tal balance lleva al crítico del siglo XXI a adoptar el modelo girardiano en su vertiente diagnóstica, o sea, como camino a transcurrir, sin sacar las conclusiones últimas que equivaldrían a ‘escribir Dios con mayúscula’.

Pero vayamos por partes y veamos primero el interés del ‘deseo mimético’ para la obra de Roberto Arlt.

ARLT

De un análisis detenido de las relaciones entre los personajes de El juguete rabioso se desprende que la modernidad rioplatense reviste aquí, efectivamente, la forma de la paradoja mimética, que consiste en que implícitamente se deriva lo propio de lo ajeno, pero sin reconocerlo, reivindicando simultánea y explícitamente la autonomía.

La ciudad de Buenos Aires le resulta hostil al protagonista de El juguete rabioso, Silvio Astier, un muchacho de catorce años que pertenece a la clase media baja y que, pese a sus ideas e invenciones, se queda marginado en la sociedad de entonces. Toda la acción de la novela transcurre en un medio de inmigrantes que, en su mayoría, están condenados a la pobreza y a la existencia proletarias. Tampoco Silvio puede permitirse el lujo de estudiar, ya que debe trabajar para mantener a su familia, necesidad que le trae formas de humillación insoportables. El chico padece un fuerte malestar, e intenta escapar al sistema injusto en el que se siente atrapado. Son varias las estrategias de compensación a las que recurre el adolescente. Se refugia en el mundo imaginario de la literatura folletinesca (su héroe es el Rocambole del vizconde Ponson du Terrail), a la que le inicia un zapatero andaluz. En segundo lugar, entra en contacto con un grupo de jóvenes ladrones que comete delitos menores, cuyas andanzas le proporcionan una posibilidad de apartarse de la mediocridad cotidiana. Pero la “sociedad secreta” formada por los tres amigos se disuelve luego del robo a una biblioteca y Silvio intenta una integración social a través del trabajo, que en su caso es sinónimo de pérdida de la dignidad. Se ve obligado por tanto a aceptar una vida de grandes estecheces y tareas agotadoras en la trastienda de una librería a la que intenta pegar fuego, sin conseguirlo. Antes de alcanzar el fondo de la infamia, hace una tentativa de realizar su vocación de inventor tratando de enrolarse en el ejército, pero no es aceptado. Hacia el final de su aprendizaje al revés, trabajando como vendedor de papel, conoce a un simpático feriante, el Rengo, al que parece apreciar. Cuando éste le pide ayuda para llevar a cabo una estafa segura y lucrativa, se le presenta a Silvio la oportunidad de convertirse en el bandolero de sus lecturas infantiles. En lo que parece un acto cobarde totalmente gratuito, decide delatar el Rengo al ingeniero dueño de la casa que aquél iba a robar. No lo hace para mantener su trabajo, sino empujado por un impulso incontrolable. Rechaza el dinero del robo rechazando, asimismo, el que le ofrece el ingeniero, pero la reacción, y sobre todo la mirada reprobatoria de este último revela que Silvio es el gran perdedor de la novela: queda desacreditado como héroe y ha fracasado en el plano del bandolerismo y en el de la invención patentizada sin que por otra parte sea posible la integración en la clase media acomodada. Habiendo cometido una doble traición, Silvio huye de la ciudad en busca de una nueva vida en el sur del país.

El complejo y dinámico juego de atracción y de repulsión entre personajes, la inevitabilidad psicológica de las lealtades divididas en El juguete rabioso se interpreta más coherentemente cuando se confronta con la estructura triangular de la rivalidad mimética tal como ha sido formulada por Girard, en vez de presentar la delación en términos dicotómicos, como lo ha hecho la mayoría de los críticos, con la notable excepción de Óscar Masotta en Sexo y traición en Roberto Arlt, ensayo teñido, eso sí, de retórica marxista obsoleta.

En El juguete rabioso, todo está centrado en el conflicto entre el protagonista y su entorno. Según la crítica, una mezcla turbia de admiración y de rencor determina el comportamiento del sujeto del deseo, Silvio Astier, a quien le empuja y le mina a un tiempo un anhelo de distinción, un afán de hacerse inmortal. Este objeto del deseo le ha sido designado al sujeto por un mediador, que le señala el camino hacia el saber al tiempo que se lo veda,  representado en este caso por el ingeniero Arsenio Vitri, o sea, el profesional universitario que encarna las más hondas aspiraciones de Silvio y que despierta en él la envidia por no pertenecer a la élite. A lo largo de la novela, Astier lucha por sustraerse al hechizo que la burguesía letrada ejerce sobre él y, sin embargo, terminará por sucumbir porque el mecanismo mimético surge una y otra vez con una fuerza imperiosa. Pero aun cuando sucumbe, oculta cuidadosamente la vehemencia del principio mimético, conforme a la tesis de Girard sobre la mediación interna.

Ahora bien: Silvio Astier tampoco (se) confiesa la voluntad de emulación. Al contrario, fulmina contra la clase media acomodada de la que Vitri es originario. Pero se detecta una importante contradicción en el seno de su comportamiento, que culmina en la delación del Rengo. Si, en el fondo, Astier no acepta su lugar en la sociedad ni la sociedad le integra a él, este mismo Astier ha interiorizado juicios procedentes de ese universo que pretende rechazar. Intuye que se parece al universitario, al que concibe erróneamente como el otro absoluto, de ahí que se debata entre la atracción y la repulsión por el ingeniero. Convencido de que su deseo es espontáneo y no comparativo, el muchacho orgulloso y solitario intenta preservar su autonomía invirtiendo los valores establecidos y fijándose, por iniciativa propia, nuevos mediadores. Negando su afán de ascenso, se asigna dos mediadores que representan un movimiento de descenso, y que se sitúan, por tanto, en los antípodas del profesional universitario, uno simbólico,  el bandolero Rocambole con quien se identifica a partir de sus lecturas; otro real, el proletario con quien se topa en la calle y del que el Rengo puede ser considerado un típico representante. Al autoexiliarse hacia el sector de los marginados, el “tránsfuga” (Masotta) Astier se encanalla deliberadamente, afirmando el mal como único bien. Para cumplir con los antivalores que se ha impuesto, tiene que infringir todos los códigos, y exhibir un comportamiento criminal: roba, destruye, provoca incendios. Observamos que el mal se agudiza gradualmente haciéndose cada vez más “arbitrario” y desembocando en actos de terrorismo individual (por ejemplo cuando arroja un fósforo contra un pordiosero que duerme en la calle). La mala acción resulta tonificadora de por sí porque le permite a su autor ser a través del delito, creer en su propia independencia. Se observa aquí esa fe de Arlt en la renovación total, sea a través de la creación ex nihilo implicada en la invención, sea a través de la destrucción. Semejante mentalidad postula la incompatibilidad radical entre el bien y el mal. Sin darse cuenta, Astier participa, no obstante, de la misma dinámica mimética que pretende combatir: instaura un orden al revés que se fundamenta en la inversión sistemática pero simétrica de la norma, nutriéndose de esta última; construye una distopía que parte de la tensión utópica que caracteriza a las vanguardias.

Silvio Astier forja su propia derrota, termina devorado por su propio sistema de pensamiento por no haber sabido abdicar de la estructura binaria. Llevados a sus últimas consecuencias, los sistemas bipolares sólo pueden tener dos desenlaces: el suicidio o el asesinato. Sin ir tan lejos, producen invariablemente estados patológicos, por ejemplo el masoquismo, un fenómeno que, conforme al análisis de Girard, hace que sólo le interese al sujeto lo que le es negado y sólo en la medida en que le es negado. El masoquismo representa una imitación de segundo grado que aparece en la mediación interna, es copia de copia. Astier está aquejado de una falta absoluta de autoestima. Para compensar su complejo de inferioridad, se rodea de humillados. Masotta (1982:23) ha analizado, desde otro enfoque pero con agudeza admirable, la imposibilidad de solidaridad entre humillador y humillado y la inevitabilidad de la “quiebra de las complicidades”, del vínculo estrecho que une el verdugo a la víctima. Si todo humillado repele a quien se humilla, es porque teme el contagio mimético. Según Masotta, en cualquier comunidad de humillados asoma, tarde o temprano, el odio que es odio a sí mismo. Semejante repulsión recíproca explica por qué los delitos de Astier se dirigen contra sus compañeros (el pordiosero en la calle) y en menor medida contra los representantes de las clases altas. De nuevo se aplica la ley de la proporcionalidad inversa, que consiste en que el masoquista juzga a los demás según la perspicacia que le parecen demostrar con respecto a él: se desvía de los seres a los que inspira afecto y ternura (el Rengo) mientras que se aproxima ávidamente a los que le manifiestan desprecio (Vitri).

Girard sostiene que, cuando el sujeto juzga insostenible su autodespreciación, puede decidir invertir los papeles e infligir a su víctima el desprecio que siente hacia sí mismo. A este repentino cambio de los papeles se le llama “sadismo”. En la lógica sadomasoquista, el delito se dirige sistemáticamente contra seres más débiles y vulnerables: los masoquistas recaen en la reproducción del mal que se proponían combatir, copian la humillación humillando a su vez. En El juguete rabioso, la propuesta del Rengo actualiza la figura sadomasoquista. Ante la nueva situación, la reacción de Astier es doble. Por una parte, le excita, pero por otra le indigna, porque el objeto que le designa el mediador Rengo, con el que Silvio se había identificado, le decepciona por su materialidad trivial, resulta ya desacralizado antes de ser poseído.

Dentro de la lógica mimética, la delación de Astier deja de ser gratuita. El acto extraño de dañar a alguien a quien parecía amar y de beneficiar a quien supuestamente depreciaba cumple con todos los requisitos del “doble vínculo”. En la delación, aparece el verdadero modelo al que está referida toda la existencia de Astier. Cuando alguno de los que pertenecen al grupo con el que el sujeto ha elegido vivir  – como el Rengo – le trata de igual a igual, este sujeto, Silvio Astier se da cuenta de que la igualdad postulada es falsa e invierte por segunda vez los papeles, transformándose de nuevo en tránsfuga, en traidor. Y es que Silvio se siente atrapado por lo que el Rengo piensa de él, quiere marcar sus distancias, porque con su solidaridad, este “amigo” le condena a ser lo que él mismo temía que fuera: nada más que un ladrón. Paralizado por la fascinación mimética que ejerce en él el ingeniero, rompe la alianza y perpetra el acto ambiguo de la delación, con el que disfruta al tiempo que sabe que se condena para toda la vida. A quien delata verdaderamente Silvio es a sí mismo: queriendo desapegarse de sus mediadores, ya no coincide con ninguno de ellos, pero menos aún consigo mismo.

El personaje principal de El juguete rabioso maneja una definición absoluta del concepto de identidad. Queriendo ser alguien importante, se niega a aceptar la relatividad de la vida sumergida en el tiempo; se niega a aceptar su propia alteridad. No obstante, la imitación del mediador desactiva continuamente el paradigma binario que va del sujeto al objeto de su deseo. La reacción de Silvio consiste en conjurar esa zona de mediación que bloquea sus relaciones con el exterior, sea aniquilándola cometiendo delitos, sea construyendo algo desde la nada, algo que se sitúe fuera de la influencia del modelo. Pero con tal de que Silvio no renuncie a la pretensión de autonomía, sus tentativas dirigidas a erradicar a la figura omnipresente del mediador fracasarán y el modelo siempre reaparecerá. La representación artística puede contribuir a que se asuma la inevitabilidad del tercer término. Así, revelándonos el poder hipnótico que el modelo ejerce sobre el ser humano, la narrativa de Arlt ha ayudado a neutralizarlo, a debilitar el concepto de autoría, a llevar a cabo el “arrepentimiento” novelesco  que Girard opone al autoengaño romántico.

BORGES

La rivalidad mimética es un tema que Jorge Luis Borges recoge una y otra vez, con su habitual laconismo. Funciona como una estructura actancial básica que rebasa ese mero epifenómeno, producto de la fantasía, llamado ‘doble’. La metáfora predilecta de la guerra borgiana – la del duelo – repite la escena del combate singular entre dos desafiantes implacables. La teoría del triángulo mimético avanzada por Girard arroja nueva luz sobre el carácter trágico pero irresistible de tan singulares encuentros, puesto que el filósofo francés sostiene que la pulsión mimética no es una desviación del comportamiento psicológico sino su principal sustento.

Apliquemos la constelación del ‘deseo triangular’ al relato ‘El muerto’ (El Aleph, I, 545-549). Benjamín Otálora, un compadrito de Buenos Aires que ha cometido un asesinato, huye al Uruguay donde conoce, por persona interpuesta, al gaucho Azevedo Bandeira. Cautivado por la personalidad del jefe, Otálora decide compartir su vida de aventuras. Ya en el segundo párrafo, se anuncia la amenaza que representa la imitación para las relaciones futuras entre ambos hombres. Así, en su encuentro con Bandeira, Otálora hace un primer gesto orgulloso al romper la carta de recomendación que trae para el patrón porque prefiere debérselo todo a sí mismo (545). Este perspicaz comentario del narrador pone en tela de juicio la espontaneidad del deseo. Sugiere asimismo que las ambiciones gauchescas del protagonista tampoco arraigan en las cosas (esa peculiar forma de vivir), sino que son las personas las que hechizan (Bandeira) o son hechizadas (Otálora) mediante los objetos y copiando los deseos de sus mediadores. Inicialmente, Otálora no se debate todavía entre la atracción y la repulsión por Bandeira: está enteramente bajo su encanto. Pero una vez admitido en la tropa, empieza a codiciar el lugar de su jefe y resuelve suplantarle tarde o temprano. Con este fin, se propone conquistar a la compañera de su superior, una ‘clara y desdeñosa mujer de pelo colorado’ (546). Otálora no soporta verla poseída por su rival. Huelga decir que lo que en realidad trata de arrebatarle Otálora a su jefe es su ser, su identidad. La dinámica de la rivalidad es, por tanto, una dinámica del otro, por el otro. No encuentra su origen en el objeto disputado (aquí: la mujer) sino en interferencias miméticas entre el sujeto (Otálora) y su mediador (Bandeira). Otálora es incapaz de desear por su cuenta, no tiene confianza en una elección que sea sólo suya.  Necesita la emulación de Bandeira porque únicamente el deseo de éste puede conferir a la mujer amada el valor que ella tiene a los ojos del sujeto.

Nada más comprender que su jefe tiene en mayor estima a los contrabandistas que a los troperos como él, Otálora prepara una trampa a un compañero contrabandista a fin de tomar su lugar y de ascender él mismo a esta categoría. El narrador observa que le mueven ‘la ambición y también una oscura fidelidad’ (546). Lo que esa fidelidad tiene de ‘turbio’ reside en una mezcla explosiva de sumisión y de resentimiento. La conducta compulsiva del sujeto corresponde al dominio tiránico que el modelo ejerce sobre él. Estamos en pleno doble vínculo. Cuando Bandeira le encomienda algo, la orden también provoca en Otálora sentimientos encontrados de humillación y satisfacción. Quiere valer más que todos los otros hombres, quiere ser como su jefe y hasta superarle. Pasa otro año. Bandeira enferma y el propósito de Otálora se afianza. Le rebela tener que conformarse con un papel subordinado. Se ha puesto en marcha la espiral de la venganza, la veneración ha cedido el paso al odio. Ahora que el jefe está débil, bastaría dar un golpe para eliminarle. La actitud distante de la mujer de pelo rojo que observa a Otálora con ‘fría curiosidad’ (547) sirve de acicate. El conflicto ya no puede dejar de surgir. La trayectoria del protagonista encaja en el esquema de Girard: el modelo de antes se ha vuelto ahora obstáculo. Ofuscado por el odio, Otálora pierde el contacto con la realidad. Cuando Bandeira se preocupa por un extranjero gauchesco que está queriendo mandar demasiado (547), ni siquiera se da por aludido y hasta se siente halagado por la noticia. En su apasionada audacia, decide implicar al guardaespaldas de Bandeira en el plan que maquina. Tan obsesionado está con su lucha que llega a desear ‘con rencor’ (548) todos los atributos del hombre que se empeña en destruir: no sólo su mujer, también su caballo y sus posesiones personales. Obedece a regañadientes y se burla de la autoridad del – todavía nominal – jefe. Al final, usurpa abiertamente su lugar, tanto mandando en los combates como acostándose con su amante. El desenlace es previsible y desastroso. En una noche de alcohol y de orgía Bandeira le devuelve la pelota. Antes de morir fusilado, Otálora, que queda en ridículo delante de todos, descubre que ha sido traicionado, que su destino estaba fijado desde el principio, un destino que en tantos relatos de Borges está contenido en un instante, en una fulminante revelación. El desenlace de ‘El muerto’ no resulta de la fuerza relativa de los deseos que chocan entre sí, sino de una propensión mimética que no puede desencadenarse sin resolverse en la busca del obstáculo insuperable, que hay que crear si es necesario. Por la vehemencia de su deseo, Otálora estaba condenado a ir cada vez más lejos, a radicalizar los gestos de provocación. En el momento de la verdad, la espiral mimética se rompe y se produce la anagnórisis. Al caer derrotado, Otálora se reconoce en el otro, le considera su aliado. Vencido y vencedor son en última instancia figuras seudoantagónicas.

El relato ‘La intrusa’ (El Informe de Brodie, II, 403-406) intensifica aún más nuestros planteamientos anteriores. Pasamos de la mediación externa a la interna o recíproca, de la que Girard habla cuando la distancia jerárquica entre sujeto y modelo es lo suficientemente reducida como para que las dos esferas penetren una en otra. La historia de los Nilsen gira en torno a una mujer deseada y dos rivales: Cristián y Eduardo Nilsen son dos hermanos muy unidos. Un día, Cristián lleva a vivir con él a una mujer, Juliana, la intrusa del título que traerá la discordia. Eduardo no tarda en copiar el comportamiento de su hermano: a su vuelta de un viaje le acompaña una chica que ha levantado en el camino pero que echa al poco tiempo. Cuanto más se esfuerzan los hermanos por romper la simetría, tanto más parecen ponerla en vigor. Eduardo no logra sustraerse al contagio mimético y termina por enamorarse también de Juliana. Es obvia aquí la primacía de la imitación sobre la rivalidad: el deseo del mediador Cristián es el factor que ha despertado la deseabilidad de Juliana ante su hermano. A partir de entonces, la reciprocidad del deseo aumenta hasta en las tentativas desesperadas que ambos emprenden para anularla. No se dan cuenta de que, si el modelo  (Cristián) continúa siendo un obstáculo al deseo del sujeto (Eduardo), es ese impedimento mismo lo que se busca: la mímesis genera rivalidad que a su vez refuerza la mímesis.

El conflicto se agudiza cuando Cristián propone a su hermano que compartan a Juliana. La consigna que emite es doble: imítame/no me imites. Esta extraña invitación demuestra que la fascinación es mutua. En un acto de ¿magnanimidad? ¿solidaridad? ¿masoquismo?, Cristián echa a su novia en brazos de otro. Empuja a la mujer amada hacia el mediador para hacérsela desear y para triunfar a continuación sobre este deseo rival. En el fondo, a Cristián le interesa obtener una victoria decisiva sobre su hermano. Pero ocurre lo contrario. La mujer, relegada al estatuto de cosa, no puede ocultar una ligera preferencia por Eduardo que, si bien ha aceptado el sórdido pacto, no lo ha dispuesto. En ambos hermanos, muestras de hostilidad alternan con señales de servilismo. No logran reconciliar las dos fuerzas de sentido contrario que intervienen en su comportamiento. En vez de levantar la reciprocidad desgarradora que los paraliza, sólo la prolongan. Para quitarse de encima a Juliana, deciden venderla a la patrona de un prostíbulo cercano. Se creen a salvo, pero ninguno de los dos resiste a la tentación de visitarla a escondidas. Ante esta evidencia, no les queda más remedio que volver a instalarla en su propia casa. Finalmente, Cristián opta por matarla. Con el ‘objeto del deseo’ no desaparece, sin embargo, el carácter obsesivamente mimético de la relación de los hermanos que, al contrario, se ha exacerbado. Ahora el vínculo que los une es más fuerte que nunca: comparten el recuerdo de Juliana que nunca se borrará. Al principio, la imitación y la rivalidad estaban ya presentes de forma latente, pero aún había un objeto reconocible por el que valía la pena luchar – Juliana. Muerta Juliana, los dos antagonistas se abrazan llorando. Funcionan como dos triángulos superpuestos que se alimentan y generan mutuamente y se vacían recíprocamente de su sustancia propia.

El dispositivo mimético no conduce forzosamente a la desintegración de la personalidad, a la reciprocidad vindicativa ni a la agresividad. En otras ocasiones, aporta dinamismo y capacidad de redención. En los mejores casos, el ineluctable mecanismo mimético no determina por completo a las personas concernidas, sino que debe ser considerado un proceso abierto, dinámico e interactivo. Al fin y al cabo, uno es libre de seleccionar la mímesis que más le convenga y puede optar por una estructura que le deje cierto margen de maniobra.

En el relato ‘El duelo’ (El Informe de Brodie, II, 431-435), la identidad de una de las dos protagonistas, Marta, se plasma en el preciso instante en que el personaje deja de ver la condición mimética como un callejón sin salida, se resigna a ella y la transforma en energía creadora. En este delicado duelo espiritual, se establece una dulce rivalidad ‘sin derrotas ni victorias’ (434) entre la generosa Clara Glencairn de Figueroa – mujer de un embajador que tras la muerte de su marido se consagra a la pintura – y su amiga Marta, pintora de toda la vida que se dedica principalmente a imitar a los maestros genoveses del siglo XIX (432). Las dos amigas se tratan con lealtad, se conceden favores y se copian. ‘La vida exige una pasión. Ambas mujeres la encontraron en la pintura, o, mejor dicho, en la relación que aquélla les impuso. Clara Glencairn pintaba contra Marta y de algún modo para Marta’ (434). Cuando muere Clara, Marta se siente desamparada y rinde un homenaje a su amiga pintando un sobrio retrato de ella, el mejor cuadro que jamás ha realizado, inspirado en sus preferidos modelos genoveses. Empieza a vislumbrar que no es dejando de copiar sino sacando provecho de la copia como encontrará su propio camino.

PUIG

Manuel Puig ha construido un universo híbrido, en el que perduran muchos residuos románticos. No los estigmatiza, ni los relega entre los aspectos negativos de una sociedad masificadora. Antes bien, responde incorporando el componente romántico a su propia obra, pero no sin entregarse, simultáneamente, a la difícil operación de concebir una estructura estética compleja y responsable, en la que se tematiza explícitamente la mímesis.

En su última novela, Cae la noche tropical (1988), Manuel Puig logra dar aún más cuerpo a los temas ya bien arraigados en su obra. Gracias al modo sorprendente en que los anuda, el autor consigue una densa síntesis de sus preocupaciones más características: investiga las mitologías cotidianas tanto sentimentales como sexuales, privilegia el registro femenino, instala a sus personajes en un espacio reducido que provoca ahogo y nostalgia, da protagonismo a la palabra, imita varias clases de habla y de escritura, metaforiza la enfermedad y el exilio, experimenta con la construcción en abismo y flirtea con la mímesis. El autor nos enseña concretamente hasta qué punto la ‘enfermedad metafísica’ debe ser considerada una constante indestructible que afecta a las tres protagonistas femeninas – las dos hermanas octogenarias Luci y Nidia y la joven psicoanalista Silvia – y que metamorfoseándose, renace continuamente de sus cenizas. Las protagonistas de Cae la noche tropical esperan de la imitación unos prodigiosos beneficios. Huelga decir que todos terminan defraudados. La novela evoca una y otra vez las peligrosas estrategias de autosugestión que los protagonistas despliegan, y el desengaño casi seguro que sufren cuando descubren que la realidad no se ajusta al paradigma romántico. Sin embargo, Puig no coincide con Girard a la hora de proponer remedios. Contrariamente al filósofo francés, el autor argentino no lanza un anatema contra la práctica mimética que describe. Rechaza rotundamente la solución girardiana que consiste en cambiar el modelo horizontal interhumano por una alternativa divina. Para Puig, el problema no se resuelve por la vía dialéctica. Elegir significa automáticamente elegirse un modelo que, en nuestra sociedad secularizada, raramente corresponde a un ser sobrenatural. Más vale asumir que reprimir la realidad mimética, ya que tarde o temprano ésta reaparece bajo la forma sublimada del rigor dogmático.

Pero Manuel Puig va más allá. El funcionamiento mimético tal como lo enfoca Puig es comparable al del pharmakon, al de una droga cuyos efectos pueden ser tanto benéficos como maléficos. De ahí que no vacile en rehabilitar la imitación y que dentro de ciertos límites hasta le parezca un principio saludable. Para Luci, por ejemplo, la mentira romántica desempeña una función consolatoria desde el momento en que su marido pierde las facultades mentales. Leer y ver películas constituyen en adelante su principal instrumento de lucha contra la locura (212). En otras ocasiones, las decepciones engendradas por la ilusión romántica purifican o redundan en beneficio: Nidia y Silvia, inicialmente enemigas, se revelan capaces de aliviar sus sufrimientos compartiéndolos; Silvia renueva el contacto con su hijo a raíz del desengaño causado por su amante Ferreira. A veces los personajes hacen de la necesidad virtud y salen fortalecidos de la prueba, o la superan con la capacidad empática afinada. Puig sugiere que el proceso mimético, ese nutrirse de lo que dicen o hacen los demás, lleva simultáneamente a un movimiento de desubjetivización y a un proceso de resubjetivización, funciona a la vez como una actividad de normativización y ofrece una alternativa de transgresión. Las relaciones de semejanza en las que el individuo está cautivo implican forzosamente perversiones productivas fomentadas por la traición contra las obligaciones de fidelidad. El principio mimético es un principio disparador de versiones, de variación infinita. Cada acto de poner en relación dos sistemas origina una distancia. Es precisamente en este intersticio, en esta tensión donde Puig sitúa el verdadero terreno de la libertad, es allí donde reside la plusvalía que infiltra a la copia. La pulsión mimética aparece en Puig como un Jano, una fuerza ambivalente que no se puede eliminar y que apenas se deja domesticar. El efecto de este fármaco depende de su modo de administración: dosificado con moderación, produce alivio; pero ingerido en cantidades excesivas o demasiado a menudo, perjudica gravemente a la salud y crea adicción.

Más ‘novelesco’ que el propio Girard, algunos escritores de finales del siglo XX han despedido las categorías y los mitos dicotómicos a favor de una revitalización de la práctica mimética. Ponen en movimiento los ‘triángulos encadenados’ del filósofo francés y los flexibilizan. Reinterpretan la hipótesis de Girard sobre el deseo mimético porque no creen que conduzca necesariamente a una reciprocidad vindicativa o a la agresividad. No sólo produce violencia intersubjetiva, también aporta dinamismo, creatividad y capacidad de redención. La literatura posmoderna parece haberse reconciliado con las irrupciones miméticas que se producen en el seno de las relaciones humanas, con los procesos de mediación continuos, recíprocos y reversibles entre mundos simbólicos y reales, individuos, estructuras de poder y ficciones sociales (Gebauer & Wulf, 1995:319).

En la prolongación de lo que ha hecho Dupuy (1979), propongo que la categoría de la ‘paradoja’ sea considerada en adelante una categoría irreductible, congénita en las relaciones interpresonales y en la cultura humana, y que en ella se funde una epistemología de la ‘vía media’. Contrariamente a René Girard, cuyos escenarios pecan de apocalípticos, cabe asumir la paradoja por su asombrosa capacidad regeneradora. Dupuy nos incita a valorar positivamente los obstáculos con los que topamos a cada paso, ya que ellos son componentes imprescindibles de la comunicación y condiciones previas a la preservación de las diferencias entre los hombres.

El individuo contemporáneo tal como queda plasmado en obras artísticas como la de Puig no puede liberarse por completo del poder de los demás, pero no por eso abriga aspiraciones nostálgicas por el regreso de modos de vida no alienados. Por otra parte, se niega a creer también que se halle indefenso ante una situación de dominio insoslayable, y considera la conquista de limitadas parcelas de libertad al alcance de cada uno. La nueva gestión del mimetismo trabaja simultáneamente en direcciones diferentes: si bien establece tiranías mediadoras, ofrece asimismo nuevos estímulos e introduce inesperadas modalidades de desarrollo personal. Mediante una reconceptualización de lo ‘romántico’ en términos  dinámicos, se le puede abrir camino a la única libertad que tiene sentido, la que consiste a ‘pensar lo mismo’ pero de otro modo.

Publicado en: Anthropos (Barcelona), René Girard. Deseo mimético y estructura antropológica, n° 213, 2007, pp. 112-125.

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