Robin Lefere
(Madrid: Gredos, 2005)
Extractos de la Presentación y las Conclusiones
Presentación
Mucho se ha insistido en que la obra de Jorge Luis Borges se opone a la estética realista, y aún propugna un tipo de literatura donde el texto no arranca de la experiencia vital sino de lecturas, tematizando problemáticas literarias. Al mismo tiempo, y en consonancia con dicha interpretación intertextual y metaliteraria, se ha celebrado una descalificación del yo y del autor que prefigurara aquella famosa «muerte del autor» que a finales de los 60 iba a teorizar, entre otros, Roland Barthes. De esa doble perspectiva se desprende la imagen de una admirable y temible maquinaria textual, tan perfecta como inhumana, producto de la pura y anónima inteligencia, y resplandeciente como una mónada.
Curiosamente, mientras esa corriente crítica dominaba el campo teórico, de los años 70 a los 90 (de la nouvelle critique a los posmodernos, pasando por los desconstruccionistas), y marginaba por trasnochado el paradigma hermenéutico que pretende explicar la idiosincrasia de la obra en función de la del hombre (de las peculiaridades de su pensar y de su sentir, de sus circunstancias personales), en los hechos esa corriente venía puesta en entredicho por la fama y la ubicuidad internacionales, incluso la inverosímil popularidad del escritor Borges. Recordamos un sinfín de premios, doctorados honoris causa, giras de conferencias y sobre todo entrevistas en los periódicos, las radios, las televisiones, que desembocaron en cierta «borgesmanía»… si bien determinadas posturas del genio, provocadoras o desafortunadas, alimentaron una leyenda negra minoritaria pero de largas repercusiones. Luego, las polémicas que rodearon los últimos años de la vida del hombre y su muerte, las diversas biografías póstumas que se hicieron eco de ellas o se comprometieron con ellas, al mismo tiempo que la proliferación de libros que recogían entrevistas o charlas privadas, sin olvidar los álbumes de fotografías y los documentales de vulgarización televisual, no han hecho sino perpetuar ese protagonismo, de tal forma que hoy parece imposible acercarse a la obra prescindiendo de la personalidad de su autor. No sólo vuelve a un primer plano la consabida y discutible fórmula «el hombre, la obra», sino que el hombre amenaza la obra.
Se puede lamentar que lo anecdótico acabe encubriendo lo literario, pero lo cierto es que tanto el hombre como la obra han permitido, incluso fomentado el equívoco. Aquél no rehuyó dicho protagonismo, sino que lo asumió y jugó con su imagen pública. Y la obra, por muy intertextual y metaliteraria que sea, encierra un importante y variado componente autobiográfico (lato sensu) que, como sus demás aspectos referenciales, ha sido infravalorado. Por otra parte, compiten con los textos que critican la «nadería de la personalidad» y la superstición del autor otros que reivindican ambas nociones, al mismo tiempo que todos afirman una voz y un universo inconfundibles, y significativamente constantes.
Ahora bien, todo esto no debería dar pie a que se sustituyera la aproximación textualista —la que pone en entredicho al autor— por otra que se dedicara a una lectura ingenuamente autobiográfica: ambas constituyen, en mi opinión, las dos caras de un mismo error. Precisamente, el propósito de este libro consiste en poner de relieve, al hilo de la totalidad de la obra, dicho «componente autobiográfico», en analizar sus diversos aspectos y reflexionar sobre sus respectivas funciones (literarias y pragmáticas), con una perspectiva que integre y supere los planteamientos unilaterales del textualismo y del biografismo. Se puede adelantar que está imantado por una idea: la de que Borges perseguía un verdadero proyecto de creación de la propia imagen, que se desarrolló en cuatro planos: los de la escritura, la edición (mediante la reescritura y la supresión de textos, el trabajo del paratexto), las relaciones públicas (las múltiples y diversas entrevistas), y la propia vida (en relación dialéctica con el discurso autobiográfico). Si bien esta investigación se centra en la escritura, especialmente en las distintas modalidades de la práctica autobiográfica, intentará contrastar este primer plano con los otros, en la medida en que cabe sospechar significativas tensiones. Deberemos estar atentos tanto a las convergencias como a las divergencias, incoherencias o incluso contradicciones: entre el Borges de la escritura y el de las relaciones públicas, entre el discurso autobiográfico escrito u oral y una vida suficientemente conocida en cuanto a sus peripecias y circunstancias. En el mismo plano de la escritura, la dificultad residirá en las posibles discrepancias entre la o las imágenes que Borges pretende «imponer», y por otra parte las que son inherentes a los textos, con probables modulaciones según las épocas y los géneros.
A estas alturas, ya no se puede añadir un nuevo volumen a la ingente bibliografía crítica sin justificarlo. En el caso presente, la justificación cabe en pocas palabras: si bien encontramos estudios parciales o apuntes laterales sobre la dimensión autobiográfica de la obra borgeana (pienso en Emir Rodríguez Monegal, Jean-Pierre Mourey, Raphaël Lellouche, Michel Lafon, Enrique Pezzoni, Annick Louis), el tema no ha sido estudiado de manera sistemática.
Conclusiones
Recordemos la aparente contradicción.
Por una parte, desde sus primeros ensayos, y fue una constante de su obra, Borges denuncia los fundamentos mismos de la autobiografía, por el mero hecho de defender determinadas posiciones: filosóficas (la «nadería» del yo, la autorreferencialidad del lenguaje), éticas (la vanidad del egotismo), y propiamente estéticas (el culto de la creación pura, contra cualquier forma de realismo). Además, el pudor hace que el hombre recele espontáneamente del género; nunca admiró a Rousseau.
Por otra parte, los comentarios del ensayista y su ejercicio de la crítica literaria muestran que, en los libros, Borges busca «almas», incluso exige enterizas «confesiones», con una perspectiva personalista. Como escritor, su vocación primordial es la del poeta lírico, que asume y afirma una inspiración autobiográfica.
Se puede pensar que lo que permitió la resolución estética de esas postulaciones contrarias son dos convicciones tempranas, que se reforzaban mutuamente. En primer lugar, la de que el escritor se hace a sí mismo en la escritura; en rigor, ésta produce más que expresa, y, antes de ella, el artista se caracteriza por su indefinición identitaria, que precisamente aquélla viene a compensar, configurando un «alma» y aun, con cierta superstición realista, encarnando en el cuerpo del texto a quien duda de su realidad carnal. En segundo lugar, está la convicción de que tan importante como la obra es la imagen o el símbolo de sí que se deja; Borges se basa aquí en su propia experiencia de lector y en diversos ejemplos que lo fascinaron a lo largo de su vida (Whitman, Unamuno, Flaubert…). Dichas convicciones permiten dar rienda suelta a la «pulsión autobiográfica», encauzándola hacia la creación de imágenes a la vez sinceras y ficticias del autor. La escritura no está orientada hacia la confesión de la vida, sino más bien hacia la representación de esta supuesta confesión, y en todo caso hacia una transfiguración ensoñadora. El hombre se subordina al autor efectivo, que en la escritura se inventa a través de la multiplicación de sus enunciadores y de sus personajes; para sí mismo, y de cara al lector. La gran libertad de esta autorrepresentación radica en esa otra convicción de que, por muy imaginativo y ficticio que sea, un texto escrito con sinceridad constituye, ipso facto, un autorretrato. Por ello Borges se complacía en destacar el doble sentido del verbo «inventar», cuya etimología latina apunta a un descubrimiento.
Así pues, nos encontramos con una escritura que, confesional sólo en apariencia, resulta auténticamente confidencial (adopte o no el tono de la confidencia), y propiamente reveladora. De manera paradójica, participa de un concepto a la vez dinámico ((pos)moderno) y esencialista (premoderno) de la identidad, y su credo podría resumirse en una fórmula a lo Mallarmé: Tel qu’en Lui-même enfin l’écriture le change. (1) Desde el punto de vista específicamente autobiográfico, se puede decir que esa escritura, lejos de incurrir en el anecdotismo y el egotismo complacientes, rompe con el modelo retrospectivo e introspectivo inaugurado por San Agustín, renovado y exaltado por el psicoanálisis freudiano, para asumirse con una perspectiva plenamente creadora, a la vez performativa y heurística, que se modula diversamente según los géneros.
Es así cómo la práctica autobiográfica se declina en cuatro modalidades esenciales, que se pueden conceptualizar como, respectivamente, auto«bio»gráfica, autor-referencialista, autobiográfica stricto sensu, y automitográfica. En resumen, y en términos tan generales como llanos, dicha práctica se caracteriza por el compromiso púdico pero profundo del autor efectivo y, simultáneamente, por el hecho de que, de manera constante y múltiple, llama la atención del lector sobre las figuras del enunciador, del autor y del escritor, que tiende a identificar, fomentando una lectura autobiográfica. Luego, en todos los géneros frecuentados por él, en especial en la poesía, los ensayos, los cuentos, Borges integra, desde el principio pero de manera creciente, datos explícita o implícitamente autobiográficos (ciertos o ficticios), trátese de su propia vida o de circunstancias familiares; en dichos géneros aparecen además, entre autobiografía y autoficción, sendos personajes de «Borges». Por otra parte, en sus comentarios paratextuales (prólogos y epílogos, entrevistas…), Borges suele resaltar el (supuesto) componente autobiográfico de los textos considerados, instaurando de esta manera un «pacto fantasmático» que convierte la obra en un «espacio autobiográfico». Last but not least, a través de las diversas representaciones directas de sí mismo como de las figuras que se emparentan con él (en especial, algunas de sus criaturas ficticias y una vasta familia de escritores), a través de sus «notas» autobiográficas y de su autobiofonía, Borges se empeña en esculpir una imagen a la vez propia y mítica de «hombre de letras».
De esta manera, la escritura borgeana acaba ilustrando todos los tipos de la literatura autobiográfica, incluso los poco transitados de la autobiografía literaria (a lo Coleridge) y de la (seudo) autoficción (innominada aún), y crea unos nuevos (piénsese en la autoficción fantástica de «El otro», o en el epílogo de las Obras completas). Asimismo, destacan procedimientos como, en la poesía, la enumeración «caótica» aplicada a la vida del autor; en el ensayo, el fragmento autobiográfico con fin persuasivo; en los cuentos, las distintas metalepsis. Esa práctica múltiple, cuya gestación y evolución, y cuyas articulaciones y modulaciones hemos analizado al hilo de este libro, produce, por una parte, el autorretrato poderoso y tornasolado del autor efectivo (en correspondencia con los diversos autores implicados), y, por otra, una sugerente automitografía.
Con respecto a esta última, ¿hace falta subrayar que sería totalmente erróneo percibirla en términos contemporáneos de marketing? No se trataba de venderse mejor, sino de responder a cierto deseo de eternidad, a la par que inscribirse dentro de una tradición literaria y cumplir con un aspecto de la tarea literaria. En una de sus conversaciones con Richard Burgin, Borges declaró: «I think that literature has not only enriched the world by giving it books but also by evolving a new type of man, the man of letters» (1968; pág. 144). Borges perpetúa ese proceso, al trabajar en sus libros la imagen del hombre de letras, y además al encarnarla, en relación dialéctica con aquéllos, en su vida pública. Desde este punto de vista, Borges y «Borges» no pasan de constituir, de manera deliberada, avatares del tipo del Hombre de Letras. Es decir, también, que por mucho que Borges haya meditado —como creo— sobre el intento de Unamuno de «hacerme a mí mismo en cuanto mito» (2), y por semejante que parezca el deseo de incorporarse como mito a la conciencia colectiva, la perspectiva de Borges resulta menos personal y narcisista, por ser fundamentalmente clásica. De hecho, su autobiografismo no es egocéntrico sino más bien «alocéntrico», en la medida en que se caracteriza por una incesante y variada identificación con determinados otros que acaban remitiendo a una misma figura eterna, o incluso por un anhelo de disolución en una totalidad panteística. Esto es: el mito personal culmina y se supera en una perspectiva propiamente mítica.
Ahora bien, la imagen que Borges elabora de sí dista de ser simple. La figura legendaria que se ha impuesto a la memoria colectiva con la complicidad tardía de los medios de comunicación resulta falaz, en cuanto se proyecta sobre la totalidad de la obra y no se corresponde con la imagen del autor representado, que simplifica considerablemente. En efecto, la misma representación del emblemático bookman es compleja, evolutiva, y, sobre todo, cada vez más problemática. Si bien a la imagen tan vana como irrisoria del literato porteño se opone la ecclesia invisibilis de «los justos», al mismo tiempo se forja la imagen del hombre de letras parco y escéptico, que está más allá de la literatura (Macedonio Fernández, Edmond Teste, Pierre Menard). Con las imágenes exaltadas y autor-referenciales de escritores y bibliotecarios coexisten las explícitas y humorísticas de un «Borges» apocado y un poco ridículo, o en todo caso rebajado a la condición de erudito compilador. Asimismo, en El hacedor, donde cuaja y se impone la imagen mítica del poeta vates y sabio, supremo Hacedor, y donde Borges aparece como un heredero de Homero y de Shakespeare (3), asistimos también a una denuncia de la mi(s)tificación. Pero es en los poemas donde presenciamos una verdadera problematización del destino del literato, en particular a través de la meditación sobre los temas de «las armas y las letras» y de la (in)felicidad. En este espacio donde Borges, desde el principio, desarrolla una dramatización en mayor o menor medida ficticia de su vida, progresivamente sucede a la postura del fervor entusiasta (si bien melancólico) el desaliento de un «yo» cada vez más cercano al hombre, de un literato sisífeo cuya máxima aspiración reside en una estoica serenidad, en espera de la muerte. Esto es: el hombre de letras acaba siendo una figura gloriosa sólo en cuanto trágica. En las entrevistas, en cambio, ni gloria ni tragedia; en este discurso, de talante variable (según los interlocutores) pero en todo caso exotérico, se pule una imagen modesta y más bien feliz de hombre nacido para las letras y exclusivamente dedicado a ellas, un hombre «justo» y desinteresado, indiferente al dinero y a la fama. Al mismo tiempo, al margen de las repeticiones, surgen reflexiones inesperadas que afirman una soberbia libertad de pensamiento, más allá de cualquier superstición y preocupación por «quedar bien» —una figura de intelectual aristocrático e individualista, un clérigo a lo Benda. Es decir, en un mundo en que estaban triunfando los escritores de mercado y los intelectuales «orgánicos» (Gramsci) o «específicos» (Foucault), Borges se hacía el valedor de una figura anacrónica pero querible de humanista.
Este vistazo al caleidoscopio de los autores representados debería bastar para tomar plena consciencia de un Borges plural, más allá del estereotipo. La imagen textual del autor se vuelve mucho más compleja aún cuando consideramos a los autores implicados, puesto que éstos varían según los géneros, las fechas y los textos, y por otra parte según la intuición y los intereses de los lectores. En particular, hemos observado que las interpretaciones en clave psicológica o política son las que generan más tensiones entre imágenes representadas e implicadas, especialmente cuando se tienen en cuenta las distorsiones entre vida representada y vida comprobada (por otras fuentes). Recuérdese por ejemplo la discrepancia entre el personaje poético —elegíaco y contemplativo— y el alacrán «doctor Borges» que se desprende de un ensayismo polémico; o entre el hombre de letras supuestamente descomprometido (desde el punto de vista político, claro), y textos de talante indudablemente reaccionario (si bien de manera atípica).
Sin embargo, Borges encarnó de manera tan convincente la figura del hombre de letras que el personaje extratextual acabó encubriendo al proteico Borges textual. En este sentido, Borges es víctima de su éxito, y la obra no se salva del defecto que en 1937 Borges diagnosticaba en la de Unamuno (4). Ahora bien, don Quijote y Sancho también fueron víctimas de su éxito; por ello precisamente se sigue leyendo el Quijote, y por ello también se hace con gratas sorpresas.
1. Cf. el famoso verso inicial del soneto «Le tombeau d’Edgar Poe»: «Tel qu’en Lui-même enfin l’éternité le change» (en Œuvres complètes, Paris, Gallimard, «Bibliothèque de la Pléiade», 1945, pág. 189).
2. De «Yo, individuo, poeta, profeta y mito», citado en el interesante ensayo de Ricardo Gullón: Autobiografías de Unamuno (Madrid, Gredos, 1964, pág. 249).
3. Cabe recalcar que, con respecto a la tradición a la que se adscribe, Borges no se considera sino como un avatar tardío; perspectiva mítica mucho más modesta que la escatológica de un Victor Hugo, por ejemplo, para quién la tradición culmina en él (cf. Pierre Albouy, Mythographies, Paris, José Corti, 1976, págs. 320-321).
4. «En el caso de Miguel de Unamuno hay el riesgo certero de que la imagen empobrezca irreparablemente la obra. [...] No hay quien no tenga de él una imagen inconfundible, de hombre español conocido ‘directamente’, no a través de palabras acostadas en un papel. El riesgo de esa imagen está en razón directa de su vigor y de su facilidad.» («Inmortalidad de Unamuno», en Borges en Sur, pág. 143).