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Blog: Con la Liberty Fund en Cincinnati

Los Ángeles, 17 de junio de 2009
Maarten van Delden
University of Southern California


¿Cuántos congresos académicos se celebrarán en el mundo en un día cualquiera? Sospecho que será una cifra tan alta que podría haber suscitado el interés del autor de “La biblioteca de Babel.”

A lo largo de dos días, como participante en un coloquio sobre Liberty and Responsibility in Plutarch and Shakespeare (Libertad y responsabilidad en Plutarco y Shakespeare) celebrado en Cincinnati, Ohio, estuve explorando un pequeño rincón de este vasto archipiélago de conversaciones académicas. El coloquio estaba organizado por la Liberty Fund, una fundación privada cuyo propósito es promover “el estudio del ideal de una sociedad de individuos libres y responsables” (www.libertyfund.org). Creada en 1960 por Pierre Goodrich, un hombre de negocios de Indianapolis, la fundación se dedica a publicar libros, sobre todo reediciones de obras clásicas sobre el ideal de la libertad, y a organizar coloquios enfocados en el mismo tema. Hasta hace poco, la Liberty Fund patrocinaba alrededor de ciento setenta coloquios por año, pero la actual crisis económica ha obligado a reducir este número a unos ciento diez, cifra que no deja de impresionar, sobre todo si se considera que cada una de las dieciséis personas que asisten a cada coloquio recibe un honorario de novecientos dólares más viáticos.

La Liberty Fund ha logrado desarrollar una fórmula casi perfecta para propiciar la discusión intelectual. Todos sabemos que la gran mayoría de los congresos académicos sirven más para dar un pequeño empujón a las carreras de los ponentes que para alentar el intercambio de ideas. Pero los coloquios de la Liberty Fund obligan a los participantes a entablar con sus colegas un diálogo real. El formato es el siguiente: durante seis sesiones, de hora y media cada una, distribuidas a lo largo de dos días, los dieciséis invitados al coloquio conversan, sentados alrededor de una enorme mesa, acerca de una serie de lecturas seleccionadas de antemano por el director del coloquio. Para intervenir en la discusión uno simplemente levanta la mano para que el moderador apunte su nombre en una lista. También existe la opción de pedir una intervención más corta. Si uno quiere reaccionar brevemente ante alguna observación de un colega, uno puede solicitar “un momentito” haciendo un gesto con el pulgar y el índice, y en tal caso el moderador da permiso para saltar la cola. De esta forma se logra que la discusión siga un orden y a la vez conserve cierta espontaneidad. Otra regla cardinal es que se exige absoluta puntualidad a la hora de asistir a las sesiones. En México, donde he participado en varios coloquios de la Liberty Fund, siempre se anunciaba al principio de las reuniones que estaba prohibido fumar, pero en Cincinnati ni siquiera se mencionaba esta regla, sin duda porque en Estados Unidos los espacios para fumadores están en vías de desaparición.

Otra de las reglas impuestas por la Liberty Fund es que los participantes en el coloquio tienen que asistir a todas las comidas y cenas. En Cincinnati, el gran tema en las conversaciones fuera de las sesiones era la crisis económica y sus efectos en la educación superior en Estados Unidos. Los que enseñamos en universidades privadas intercambiábamos experiencias con los que enseñan en universidades públicas para tratar de averiguar dónde se sienten más los efectos de la crisis. Una profesora de literatura inglesa en una universidad estatal contaba que un fondo de cinco mil dólares que tenía a su disposición para apoyo a la investigación había sido eliminado por la universidad. Otra profesora de una universidad estatal decía que en su universidad la consigna es que nadie se jubile para evitar que la universidad elimine el puesto. En algunas universidades públicas los gerentes enfrentan la crisis cerrando departamentos enteros. Por otro lado, muchas universidades privadas dependen de sus fondos de inversión (el “endowment”) y con la caída de la bolsa los presupuestos de estas universidades se encuentran en una grave crisis. Además, como mucha gente ha perdido gran parte de sus ahorros, las colegiaturas de las universidades privadas, que en algunos lugares llegan a la suma asombrosa de cuarenta mil dólares por año, se han convertido en obstáculos insalvables para muchos jóvenes de clase media y clase media alta, cuyas familias hasta hace poco tenían los recursos para pagar una universidad privada pero que ahora optan por mandar a sus hijos a las universidades públicas, que son mucho más baratas. Pero en las universidades públicas cada estudiante cuesta dinero, por lo cual en algunas de estas universidades la respuesta a la crisis es reducir el número de estudiantes admitidos. En resumen, en unas universidades no se puede entrar porque el precio es demasiado alto, mientras que a otras resulta imposible acceder por no haber plazas disponibles. Los invitados al coloquio de Cincinnati escuchábamos horrorizados y a veces indignados las historias que nos contaban los colegas. Aunque tampoco sabíamos exactamente cómo deberían enfrentarse las universidades al problema de la reducción de sus presupuestos, nos consolábamos con los sentimientos de simpatía y de solidaridad que nos unían. 

Pierre Goodrich pertenecía a una familia afiliada al partido republicano del estado de Indiana y sus ideas políticas y económicas se orientaban hacia posiciones libertarias, en favor del libre mercado y de una mínima intervención del estado en la sociedad y la economía. En un coloquio celebrado el año pasado en el pueblo mexicano de Tepoztlán, le pregunté al representante de la Liberty Fund (siempre hay uno presente en los coloquios) qué pensaban los actuales dirigentes de la fundación (Goodrich falleció en 1973) del Presidente George W. Bush. El representante me dijo que en la fundación se hablaba muy poco de la actualidad política pero que a pesar de esto le constaba que “W” no disfrutaba de la simpatía de los miembros de la junta directiva de la Liberty Fund, sobre todo porque Bush, en lugar de reducirla, había incrementado la injerencia del estado en la vida estadounidense. En Cincinnati traté de averiguar las preferencias ideológicas de los demás participantes en el seminario sin hacerles preguntas directas sobre el tema. ¿Es posible, me preguntaba, seguir siendo un libertario al estilo de Pierre Goodrich después de la catástrofe financiera del otoño de 2008? ¿Se puede seguir creyendo en un estado mínimo cuando el estado tuvo que salvar a los banqueros de Wall Street de la catástrofe que ellos mismos desencadenaron? Las observaciones de mis colegas sobre Plutarco y Shakespeare no me ayudaban a responder a estas preguntas. Pero en una de las cenas del coloquio me encontré sentado al lado de una brillante historiadora de origen canadiense que de pronto se precipitó en una diatriba en contra de los pensadores conservadores estadounidenses que critican a las socialdemocracias europeas, que consideran decadentes. A mi colega le parecía absurdo afirmar que la generosidad de los sistemas de seguridad social de los países europeos es un síntoma de decadencia. En resumen, me consta que en Cincinnati no se imponía ninguna ortodoxia libertaria.

Lo que sí se notaba entre los participantes era cierto tradicionalismo en materia cultural. Un profesor de ciencias políticas se quejaba de que en la universidad estatal donde enseña se ofrecen clases sobre la música “rap.” “Ya no hay normas,” suspiraba el colega politólogo, de quien más tarde descubrí que había estudiado en la Universidad de Chicago con Allan Bloom, el famoso autor de The Closing of the American Mind, una controvertida polémica en contra del feminismo, el multiculturalismo, el relativismo cultural y otros “ismos” que Bloom asociaba con la contra-cultura de los años sesenta. Otro participante en el coloquio contaba que había abandonado su carrera universitaria cuando el decano en su universidad empezó a cortar los programas dedicados al estudio de las obras canónicas de la cultura occidental. Se había retirado a un pequeño pueblo de Nevada donde trabajaba como profesor en una escuela secundaria. Una colega experta en literatura inglesa del renacimiento se quejaba de que en su universidad la gran mayoría de los profesores de inglés se dedican o a la literatura poscolonial o a la teoría cultural. “Ya casi nadie,” se lamentaba esta colega, “enseña los textos clásicos de nuestra cultura.” En la página web de la Liberty Fund se puede leer que Pierre Goodrich creía en los efectos positivos no sólo del libre mercado sino también de la lectura de lo que en Estados Unidos llaman los “Great Books” (textos clásicos). En este sentido, por lo menos, los participantes en el coloquio de Cincinnati se mostraban fieles al legado de Goodrich. Me preguntaba, sin embargo, de qué modo se relacionaban para Goodrich el pensamiento económico y el cultural. ¿Estar a favor del libre mercado implica una preferencia por la lectura de Platón y Aristóteles? ¿O sucede al revés y es la lectura de Platón y Aristóteles la que nos induce a reconocer las ventajas del libre mercado?

En la última cena de nuestra reunión en Cincinnati la politóloga que había sido la encargada de moderar la discusión durante el coloquio nos contó, para gran sorpresa de todos, que hacía poco la habían despedido de su universidad. Un filósofo cuya enorme barba blanca descansaba sobre un pecho corpulento le aconsejó a la colega que se consiguiera inmediatamente un abogado. “O una escopeta,” añadió. Al principio me reí de la sugerencia del colega filósofo. Pero después la repitió con tanta insistencia que ya no sabía si debía reírme o no.

Maarten van Delden